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viernes, 29 de junio de 2007

Una casa vacía- Carlos Cerda


UNA CASA VACÍA
(Alfaguara, 1996)


Con la promesa de salvar su matrimonio, Cecilia y Manuel aceptan, del padre de ella, el regalo de una casa. Una linda casa, oportunidad que no podían rechazar. La imponente arquitectura de la casa (hasta ese momento abandonada), un jardín enorme, espacio propicio para el juego de sus hijas, parrones que empezaban a reverdecer y árboles frondosos. Una oportunidad para iniciar una "nueva vida" bajo el alero de la casa soñada tal vez por numerosos habitantes de Santiago o de algún otro lugar de Chile por una familia de clase media, con grandes rasgos arribistas, algo muy característico en el chileno medio. Un matrimonio ahogado por la rutina, que bajo ese techo soñó bailar bajo el parrón, discos de los Platters y Frankie Lane para intentar abandonar la frialdad de los besos y acortar la distancia que su vida en común había convertido en un túnel demasiado largo, rutinario y molesto. La visita de un amigo exiliado, Andrés, la reunión con viejos amigos para el asado de inauguración, los recuerdos de sus días de facultad. Vagamos por los inicios de una relación marcada por el idealismo de dos estudiantes de filosofía, ella, la hija de una familia acomodada, él, de una familia de escasos recursos. Don Jovino, el empresario inmobiliario, quien no jugó todas las cartas para impedir la boda de su hija con Manuel, pero literalmente consiguió que el protagonista se “vendiera” al sistema establecido. El empresario optó por corregir al novio. Y éste se dejó “pulir”. Se fabricó para estar a la medida de las necesidades de Cecilia, su padre, el padre de Cecilia decidió cuál era esa medida y cuáles las necesidades. Manuel se dejó derrotar por el poder de su suegro, que resultaba un razonable sometimiento a un poder que le hacía acceder a una cuota delimitada de ese mismo poder. Cecilia vio como su novio y luego su marido se convertía de filósofo en ejecutivo de empresas. Transformación insufrible para su ser mujer. Manuel se dejó seducir por su suegro, o por el poder económico que éste puso a su disposición. Cecilia, ya casada, es profesora de media jornada en la facultad de filosofía de su universidad. El matrimonio es un escenario que promueve en estas circunstancias: brechas, desencuentros. Encontramos recuerdos de los protagonistas, de los personajes secundarios para describir una época pre y post-golpe de estado, separaciones, amores interrumpidos, infidelidades. La novela descubre interrogatorios y violaciones a los derechos humanos. Amargura, soledad, vacío. Un exiliado que ya no desea volver a vivir en una patria ajena, desteñida por el capitalismo, la indiferencia. Un matrimonio que descubre, gracias al recuerdo de una de sus amigas, de profesión abogada, que habitan una casa que fue refugio de torturas, violaciones. Horror que termina con la falsa relación de pareja que pese a la casa y por la casa no logran superar la incomunicación que los hace ajenos, diferentes. Nada que hacer nos dice Carlos Cerda, el dinero no puede mejorar las relaciones quebradas y los recuerdos son inútiles por más bellos que sean para los seres humanos. El rompimiento de las relaciones es proporcional a la hiel de los recuerdos: a mayor amargura, mayor separación. Más inservibles aún al producirse, estos recuerdos, bajo el techo de una casa que rebosa barbarie injustificada. Agreguemos que los amigos, las amistades de ambos protagonistas, han sufrido cambios inherentes al paso del tiempo. Novela de relaciones quebradas, irreparables por el poder del dinero, y el poder de los recuerdos, relaciones imposibles de restaurar por la buena voluntad de los amigos. Existe en este relato un desarraigo lacerante. Incomunicación que avasalla las buenas intenciones. Nos encontramos con recuerdos y personajes que están, para el lector, demás, una narración que no justifica su presencia de caracol arrastrándose, no sólo lentamente si no que tortuosamente por las más de trescientas páginas del libro, que se hace pesado para el lector, una narración que no es lineal y profusamente invadida por la añoranza, el dolor y la culpa. Lo positivo, los protagonistas logran cortar la cadena de temores a perder el status, la concebida imagen social o el amor paternal y se separan, deciden abruptamente vivir la verdad, su verdad. El final se agradece. Abre una puerta de esperanza al lector: es posible vivir en plenitud coronando la vida, nuestra vida con el resplandor siempre admirable de la verdad y la transparencia. La redención y la libertad personal son posibles. Buen final.



NOTA BIO-BIBLIOGRAFICA


Carlos Cerda, nació en Santiago, en Chile, en 1942. Graduado en filosfía en la Universidad de Chile, partió al exilio en Alemania Democráitica tras el golpe de estado de 1973. En la Universidad de Humboldt de Berlín, estudió literatura, y en 1985 regresó a Chile. Cultivó diversos gñeneros- del ensayo al periodismo, sin desdeñar el radioteatro-, su obra más importante corresponde a la dramaturgia y la narrativa: las piezas Lo que está en el aire (versión teatral de la novela de José Donoso), los cuentos de Por culpa de nadie y Primer tiempo, y la novela Morir en Berlín. Ésta última, donde vierte su larga experiencia del exilio, lo consagró como uno de los novelistas más sólidos del Chile de la transición. Falleció en octubre del 2001.





De la Casa vacía
CAPÍTULO TRES
6
Andrés, el pobre Andrés, aquél de quien se habla desde muy temprano en conversaciones telefónicas acompañadas de café y tostadas y el primer cigarrillo del día. Andrés recién devuelto al paraíso perdido por una institución de sigla enigmática. Andrés aterrizado de golpe en el mundo que había aprendido a reconocer como propio y que hoy siente el único territorio definitivamente extraño del planeta. Lo asusta a esta altura el tono confuso que han ido tomando las cosas, la promesa hecha a su hermano en el auto, camino a casa, aun antes del regreso al hogar; promesa tácita, porque recuerda muy bien no haber dicho esta boca es mía, y sin embargo está claro: no debe decir que este viaje es sólo por quince días, su padre no debe saberlo, podría ser fatal. Preocupado, más que sorprendido, por la forma en que se han ido manifestando las coincidencias, por muy gratas que sean: rumiando ya esa medrosa concertación de casualidades, su encuentro con Sonia en el mismo supermercado de entonces, de antes -esos breves eufemismos para no decir antes de qué, qué es entonces-. Sonia perdida entre los corredores atiborrados de mercadería, como recién saliendo del mar, del último verano... o del primer sol del verano que viene, la piel bronceada, su alba polera una segunda piel, el número telefónico de Sonia quemándole ahora el costado en que lo guarda. Rumiar también el sentido de esa cosa tan concreta y al mismo tiempo irreal que lo rodea, lo cerca, lo asfixia: la multitud de rostros herméticos avanzando por el Paseo Ahumada con la vista fija en el cielo sucio que forma un oscuro horizonte de smog allí donde la cuadra parece cerrarse para el grito; recorre el paseo, rumia el paseo, rumia ese cuento que se ha prometido escribir un día y que lo aguarda en algún rincón de ese gentío, en esa calle gris. El cuento estaba allí, mucho más violentamente que todo lo que podía imaginar. Antes, claro, mucho antes de que aparecieran los cuchillos.
Los cuchillos...
... ésos que siguen cayendo todavía,
sin aquietarse nunca,
girando sus puntas brillantes
desde el suelo, pero siempre
cayendo, porque siguen cayendo,
¿dejarán de caer en su memoria
esos cuchillos?
..... Antes de esa noche, cuando el filo aún no entraba en su herida, Andrés ya había caminado por Ahumada rumiando la trama de su cuento. ¿Cómo no contar una de las historias que suceden en la promiscuidad del Paseo? ¿Cómo no meter la mano allí para tomar por las orejas una de esas historias, aunque patalee colgando de su puño? Andrés recorría el paseo en esa búsqueda, admirando la multiplicación de mercaderías como brotadas del suelo, esa multitud de rostros abatidos, y paseaba su oído escuchando la caótica oferta de objetos inútiles.
..... Lo que nunca imaginó es que iba a ser una historia de muerte. ¿Pero era tan difícil predecirlo? ¿No andaba rondando la loba por ahí, escondida apenas entre los lumazos? ¿No lengüeteaba su veneno en la cabeza del herido? ¿Acaso no la presentía la estudiante pateada en el pasillo de la micro verde? ¿No se adivinaba ya su filo, fatal como un cuchillo?
..... Se cansó de perseguir esa historia que lo superaba. Renunció a seguir recorriendo el Paseo.
..... Esa noche Andrés había pasado por la casa de sus padres -su casa en estos días- para descansar un momento y ponerse una ropa más abrigada. En Santiago -eso también lo había olvidado- se van juntas la tarde y la tibieza. Estaba precisamente vistiéndose, iba camino a la cocina en busca de la camisa blanca que Teresa le acababa de planchar, cuando se apagaron todas las luces. La instantánea oscuridad paraliza y se parece al miedo. Desde la pieza de sus padres oyó un murmullo asordinado, un rumor de ropas, el cuidadoso movimiento de un cuerpo en una cama. Él mismo se había quedado inmóvil, el gancho colgando de su mano caída y la camisa, una invisible bandera blanca de rendición, también caída. Después de un rato se acercó inseguro, esperando que sus piernas palparan el borde de la mesa de centro, hasta llegar así, moviéndose dentro de la parálisis, a la mesa esquinera en cuyo cajón la madre guardaba las velas, los fósforos, una linterna, una radio a baterías. Objetos tranquilos que ahora formaban parte de una rutina inquietante y que había terminado por parecerles normal: cada semana un apagón, todos los días una violencia nueva, a cada hora la posibilidad del miedo.
..... Su mano fue palpando los objetos que traerían la luz. Dejó la camisa sobre el sillón, pasó sus dedos por la áspera longitud de la vela y rescató también los fósforos desde su propia penumbra. Tomó la vela y con dificultad encendió una cerilla. La llama declinante que siguió al resplandor le devolvió una tristeza de paredes amarillentas, sucias de sombras y de silencio, como si esas sombras y ese silencio hubiesen sido la realidad más patente en los doce años que duró su ausencia: la paulatina pobreza, la inevitable vejez, la enfermedad sin remedio. Ahora llegaban de la pieza de sus padres unas toses tan apagadas como las frases dichas en sordina.
..... En la radio a baterías escuchó que en ese momento ocurrían incidentes en el Paseo Ahumada.
..... La total oscuridad -esa noche unánime de Borges- no había desanimado, sin embargo, a los bandos que combatían. Según la voz metálica que parecía salir de la mínima luz de la pequeña radio, en la penumbra de la calle la batalla se había encendido como una llamarada. Carreras ciegas, golpes que adivinaban la espalda del otro, un grito, el ruido seco de un disparo. Luego la gresca también se fue apagando.
..... Cuando volvió la claridad a la casa y reapareció en las ventanas el océano de luces, el locutor informó que durante los incidentes, en medio del apagón, un carabinero había sido apuñalado por la espalda.
Andaba por ahí la loba entonces,
paseando su guadaña en el Paseo.
¿Alguien oyó su grito
en medio de esa noche doble?
¿Se preparó desde la luz el cuchillo,
presintiendo a su oscuro cómplice?
¿Quién vio la sangre?
¿El rojo vivo oculto en la negrura?
..... Se sintió súbitamente cansado. Le dolía el cuello, estaba tenso, no quería salir a la calle, temió un nueva apagón que lo paralizara a la intemperie. Volvió a la cocina, sacó una cerveza del refrigerador y puso el gancho con la camisa en la misma percha de donde lo había tomado. Apagó la luz del estar y pasó en silencio frente a la pieza de sus padres. Ya no se oían sus voces apagadas, pero sí un murmullo de ropas y gemidos, algunas toses roncas y el espiral ascendente de una respiración agitada. Entró a su pieza con la esperanza de poder dormir apenas apagara la luz.
..... Durmió sobresaltado y de amanecida volvió al Paseo en un nuevo intento de penetrar sus esquivos misterios.
..... Vio a los niños disputándose el abundante final de los desperdicios, y el comienzo del día en el tranco acelerado de los oficinistas. Vio levantarse las cortinas metálicas de las tiendas como un último bostezo; vio llegar a la limosnera con sus críos, y a los que nunca salen de su noche: los ciegos de verdad y de mentira,
los nudos que tocan guitarras
los guitarristas que piden limosna
los limosneros que portan anuncios
los anunciadores que gritan productos
los productores cesantes
engañando sus manos inútiles
los inútiles traficando divisas
los traficantes tomando café
las sonrisas recibiendo propinas...
..... De pronto cambió de color ese tramo del Paseo. Venía de verde la amenaza, avasallando como un látigo. Los uniformes se multiplicaron y fueron múltiples también la desbandada y el disimulo de quienes escondían sus mercaderías en paquetes armados de golpe con el mismo papel que les servía de vitrina. Desaparecían tras los quioscos, metiéndose el envoltorio entre las faldas o cubriéndolo con el cuerpo contra las paredes de los pasajes, en el confuso transcurrir de ese remedo de guerrilla que dura de la mañana a la noche.
..... Los sorprendidos en el disimulo o en la fuga sufrieron una nueva derrota en esta guerra perdida de antemano. Quedaban esparcidos por el suelo los modestos tesoros del mercado prohibido.
..... Andrés corrió hacia el interior de un edificio y, al comprobar que el despliegue verde se había adueñado de la calle, entró en el ascensor. Ya se cerraba la puerta cuando se coló un hombre flaquísimo que apenas sostenía su paquete clandestino. Andrés reconoció el tosco papel de esas vitrinas ambulantes. El rostro del hombre estaba pálido, parecía una continuación de su camisa. Empezarona subir. El hombre seguía palideciendo y el sudor lo empapaba. A ambos les pareció interminable la subida. El hombre miraba a Andrés desde el fondo de su miedo. Ya al final sus brazos cedieron y cayó lento el paquete. Se abrió el papel y entonces brillaron los cuchillos. Ahí cruzó por su conciencia esa especie de relámpago: a través de su fulgor Andrés vió dos ojos pequeños, asustados, todo el odio imaginable concentrado en dos pupilas; recordó con un dolor antiguo otra palidez, la nieve larga de su exilio, mientras seguían cayendo esos largos, afilados cuchillos.

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